Los vikingos las tomaban por el reflejo de las armaduras de
las valkirias, algunos pueblos inuits veían en ellas las almas traviesas de los
niños que morían al nacer y para otros se trataba de los espíritus de los
difuntos intentando comunicarse con los vivos. En la Laponia noruega se
aseguraba antiguamente que las auroras boreales no eran otra cosa que las
chispas que provocan las colas de los zorros árticos al rozar la nieve al
galope, mientras que en el sur de Suecia llegaban a sospechar que pudieran
formarlas los samis cuando perseguían por las montañas a sus rebaños de renos.
Los que han tenido la fortuna de ver una, coinciden por unanimidad en que se
trata de la obra maestra más redonda que la naturaleza le regala a las
latitudes nórdicas. Otros, directamente se quedan sin palabras. Y no es para
menos, cuando en mitad de un helador paisaje nevado estalla su telón de luces
en una danza hipnótica que tiñe los cielos de colores imposibles. Primero es
poco más que una tenue cortina de brillo. Luego, si se tiene suerte, se
transformará en llamaradas verdosas o púrpuras, anaranjadas, de intenso rojo o
fantasmagóricamente blancas que cambian de forma a cada instante. Jamás, eso
sí, habrá dos auroras boreales iguales.

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